Categoría: Cine

La Ventana…mucho mejor que la de Hitchcock

Bobby Driscoll (La Ventana)

Bobby Driscoll (La Ventana)

Cuando leí la sinopsis de esta película se afirmaba en el folleto que la acompañaba que era algo así como el antecedente cinematográfico de la celebrada La Ventana Indiscreta de Alfred Hitchcock. Y, ciertamente, ambas guardan similitudes en cuanto que casi toman la misma raíz argumental (un testigo indiscreto de un asesinato), pero no así en cuanto al desarrollo general de la trama. Me ha parecido mucho más interesante, dramática, tensa y envolvente esta historia de Ted Tetzlaff (que por cierto fue director de fotografía con el maestro del suspense), que la respetada obra de Hitchcock. La Ventana Indiscreta es una película que está demasiado sobrevalorada por crítica y público y en la que, a mi entender, existe tanta laxitud narrativa como empacho de claustrofobia. El “suspense” en la «indiscreta» aparece sólo superficialmente y las más de las veces anda un tanto desdibujado. Eso sí, tenemos a un eficiente James Stewart dando un recital de excelente actor (aunque si le ves tres veces seguidas tal vez le cojas algo de tirria) y a la moderadamente luminosa pero hiératica y aburrida Grace Kelly, que está demasiado lineal y su actuación te deja tan frío como su gélida apariencia. No me acabó nunca de deslumbrar (interpretativamente) esta mujer. También, es cierto, que eran las cosas de don Alfredo, al que siempre le gustaron actrices caracterizadas por una “encantadora” inexpresividad, siempre con el añadido de un frágil (o frígido) envoltorio interior, como en esta Kelly. O que también representasen, en el mismo sentido o arquetipo mencionado, la maldad personificada (Tippi Hedren), quizás para dar rienda suelta a su, decían, probada misoginia. Para rematar la faena, la película de Hitchcock contaba con la pega adicional (aunque no resultase concluyente) de ese insoportable zoquete cinematográfico llamado Wendell Corey que ya dejó su marchamo de mal actor (aunque posteriormente) en la deslavazada y pedestre El Asesino anda Suelto, de Bud Boetticher, y en tantas otras películas.

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La Ventana (1949) de Tetzlaff es, ante todo, un prodigio de síntesis narrativa y conseguida atmósfera opresiva. Un “film noir” de los de verdad, aunque no al uso (gansgsters a sueldo, femmes fatales o detectives duros) facturado como de serie B, pero superlativamente construido, emocionante, sin medias tintas ni elementos de relleno que entorpezcan el eje medular del “thriller”. El director Ted Tetzlaff retrata con realismo el paisaje urbano y social de los suburbios neoyorkinos como parte integrante del espléndido pulso de la intriga: familia trabajadora de extracción humilde, viviendas marginales y sus sempiternas escaleras de incendios, el angustioso “suspense” en torno al niño (Tommy, Bobby Driscoll) que ha sido testigo de un asesinato, la amenazante presencia de la pareja homicida, la obstinada y desesperante incredulidad de los padres hacia un hijo que no estaba acostumbrado a decir muchas verdades y sí a tener una imaginación infantil desbordante o el escepticismo policial ante las revelaciones de Tommy. El climax final en un edificio abandonado y semiderruido es la sobresaliente culminación a un excelente film, oscuro y visualmente fascinante, como corresponde a una historia con el sello “noir”.

VENTANA

No es que les tenga especialmente manía, pero los niños-actores nunca me han gustado, en general, en el cine sea cual sea el género en que hayan intervenido, si exceptuamos a Freddie Bartholomew, un clásico de las grandes adaptaciones literarias trasvasadas al cine en los años treinta (David Copperfield, Capitanes Intrépidos, El Pequeño Lord, Anna Karerina…), alguna versión de Oliver Twist y, por supuesto, a este Bobby Driscoll (Tommy) que borda su papel de forma mágica, con una naturalidad asombrosa, convirtiéndose en derecho propio en el referente absoluto de este film. Y vaya si empatizas con él de inmediato. Driscoll fue, por otra parte, otro niño prodigio que fue “quemado” rápidamente por la industria del cine y acabó sus días entre las drogas, falleciendo tan sólo a los 31 años. Hollywood no perdona. El reparto restante raya a un muy buen nivel. Arthur Kennedy fue un apreciable actor que se metió con buen tino en la piel de varios registros (western, cine negro -El último refugio-) y aquí está simplemente estupendo, mientras que Paul Stewart, Ruth Roman y Barbara Hale, son tan resolutivos y creíbles como el conjunto de esta película. Imprescindible o casi. 

Autostop al Infierno…¿alguien dijo cine negro?

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He aquí otra película del género “noir” clásico donde una vez más aparecen actores semidesconocidos,  presupuesto de andar por casa y duración de metraje limitada (poco más de una hora). Un poco al estilo de Detour pero en Autostop al Infierno  (1947), como siempre “excelente” traducción del original (The Devil thumbs a Ride), la construcción del relato va por otros derroteros digamos menos “trascendentales”, densos o complejos y sí, en cambio, se tornan aquí más espontáneos que en otras B como la ya mencionada Detour. En ese aspecto es una película con mayor atractivo, dotada de mayor tensión y aliento narrativo que la sobrevalorada de Ulmer. Pero como en toda serie B del “film noir” tampoco es perfecta y hay algunas lagunas, secuencias o personajes que resultan  prescindibles. Sucede con la innecesaria presencia del actor que encarna al empleado de la gasolinera (Glen Vernon), como acompañante “contratado” a tiempo parcial por el jefe de policía (Harry Shannon), un poco en plan detective-tonto boy-scout. Carece de justificación alguna, aunque el director entienda (presumo) que es para dar sentido a la escena inicial de la película donde el fugitivo Steve Morgan asesina a un policía en una gasolinera de la que Vernon es testigo. Sea como fuere ese sabueso de saldo no deja de enturbiar, de algún modo, el transcurso de la intriga y no resulta indicado para seguir el desarrollo de la trama. Pero resueltos estos pequeños y molestos detalles, Autostop  es una meritoria película de cine negro resuelta con transparencia y minuciosidad.

Autostop al infierno, al menos en parte, se podría considerar una “road-movie”, ese subgénero donde las carreteras y los autostopistas eran el leit motiv para dar rienda suelta a asesinos en serie (El Autostopista, Ida Lupino), reflejar a perdedores terminales (Detour, Edgard G. Ulmer) o retratar historias lisérgicas de moteros “harley-davidson” en la América profunda, como la relativamente moderna, pero ya clásica, Easy Rider. El universo de personajes que aporta esta película de Felix D. Feist están proyectados en torno a un villano-fugitivo Steve Morgan (Lawrence Tierney) que tiene la habilidad para manipular a todos y cada uno de ellos. Morgan es el ejemplo de sociópata que intimida sólo con la mirada, pero lo hace calculadamente, sin grandes aristas de provocación, con un encanto y una frialdad casi “cordial”. Y en esta tesitura, para la consecución de sus fines, logra captar la atención de un tipo bastante lelo y semialcohólico (Ferguson) y dos chicas ingenuamente panolis (Carol Demming y Agnes Smith, en la ficción) que se apuntan al riesgo de aventurarse a lo desconocido de la mano de un elemento tan perturbador como cínico, que se ha ganado la confianza de todos sin quitarse el sombrero. Sin duda los mejores momentos de Autostop transcurren en la casa de la playa donde las distintas situaciones van provocando un “crescendo” sostenido de la tensión dramática, llegándose a un final que es de todo menos predecible.

Lawrence Tierney, como Harry Morgan, sin ser un actor de primer orden, está realmente bien y es el único conocido de esta película.  No me gustó casi nada en Born To Kill (Nacido para Matar, Robert Wise), donde componía un personaje demasiado estático y con cara de póker pero aquí, a pesar de resultar su papel parejo al de la película de Wise, le encuentro más involucrado en su personaje, más resuelto y haciendo realmente un gran trabajo. Ted Norte como Ferguson sólo es un acompañante eclipsado por Tierney, mientras que el resto de actores…Betty Lawford (Agnes Smith), Nan Leslie o Harry Shannon (el policía) hacen frente al protagonista principal (Tierney) aguantando bastante bien el tirón, si exceptuamos a ese mostrenco de Glenn Vernon. Cine negro…el de antes. ¿Algún problema?

Perseguida…siempre hubo una segunda oportunidad

Robert Mitchum y Linda Darnell

Perseguida (Second Chance, 1953) no es una película que busque contarnos algo nuevo dentro de un género, el film noir, que había formado sobradamente sus arquetipos y dejado sus anti-héroes, villanos y femmes fatales por el camino, tramas laberínticas, sombras expresionistas y otros encantos indefinibles de los años cuarenta. De todas formas, esta Perseguida se situaría más que en el cine negro propiamente dicho en un thriller de acción convencional, con la particularidad de estar rodado-ambientado en un país sudamericano (con los subyacentes topicazos de rigor) y de que se utilizó, en su momento, una novedosa técnica para su estreno en las pantallas de cine (el 3D, o visionado tridimensional, que a mí me sigue pareciendo un incordio y un rollo patatero de lo más olvidable) e igualmente se añadieron efectos de sonido en estéreo. Salvo estas cuestiones puramente técnicas, en Perseguida no hay grandes complejidades narrativas ni trasfondos descriptivos que sorprendan al espectador. El guión de Sidney Boehm se articula en torno a tres personajes principales: un boxeador de poca monta (Robert Mitchum) que se va a Sudamérica a pelear con unos paquetes en busca de dinero fácil, una mujer (Linda Darnell) ex novia de un gángster se encontrará accidentalmente con nuestro boxeador. Ambos intentarán encontrar su “second chance” (segunda oportunidad, haciendo honor al título del film). El tercero que entrará en escena será un mafioso (Jack Palance), encargado de poner las cosas difíciles a los anteriores. A partir de aquí el relato fluye de forma más o menos ordenada sin grandes discontinuidades en el argumento, aunque es verdad que le cuesta algo arrancar.

LINDA DARNELL

El director de origen húngaro Rudolph Maté (autor de inteligentes thrillers policíacos como “DOA, Con las horas contadas” ) logra una aceptable claridad narrativa y aparente visión unitaria del film, aunque hubiera sido deseable que hubiera aportado algo más de nervio dramático. Sin duda, el hecho de que cuente con pesos pesados como Mitchum, Darnell e incluso Palance le ayuda a salir airoso aunque sin conseguir, ni mucho menos, una referencia. Como sucede con muchas películas de acción lo mejor se reserva para el final, aunque tampoco termina de ser satisfactorio del todo debido a que las escenas de acción, los planos visuales que reflejan la lucha en el teleférico, son ligeramente “cantosas”. Cierto es que los efectos especiales en los cincuenta eran limitados y no era como para pedir peras al olmo. Aún así, cumple de forma global con los pronósticos.

Robert Mitchum, Rudolph Maté y Linda Darnell en un descanso de Perseguida

Robert Mitchum no fue de mis actores “fetiche”, pero este actor tenía una solvencia y chulería en la pantalla que intimidaba al más pintado. Rudo, con carácter, alcohólico, drogota y macarra (en el rodaje se lió a hostiazo limpio con un camarero), Mitchum fue uno de los grandes actores clásicos de siempre y en esta Perseguida anda más que sobrado. Linda Darnell fue una mujer, por qué no decirlo, de absorbente encanto y, por supuesto, una sobresaliente actriz, da igual el personaje que le pusieran encima de la mesa, sobre todo si aquél llevaba consigo el sello de la malicia o la fatalidad (hizo de astuta trepa en la flojilla Ambiciosa, de refinada manipuladora en Concierto Macabro o como hábil embaucadora, al estilo de su papel en Ambiciosa, en el solvente melodrama de Douglas Sirk, Extraña Confesión). Lamentablemente, se fue de esta vida a los 42 años. De Jack Palance, poco (o en realidad mucho) hay que decir. Siempre le fueron como anillo al dedo los papeles de villano. Con ese careto salvaje que daba la sensación de estar sonriendo cínicamente todo el tiempo, pronto le encasillaron como malvado. Dio lo mejor de sí en los cincuenta y sesenta; en los setenta se fue apagando su carrera interviniendo en cosas bastante infumables. Para pasar el rato.

Los Profesionales: la Revolución pendiente

Los Profesionales (1966) es un western que ejemplifica algunos de los convencionalismos del género, pero en líneas generales es una película que actúa como puente entre el clasicismo de las obras de John Ford-Anthony Mann y el western barroco de Leone. Tampoco es un film del “Oeste” al uso ya que, para empezar, la acción se sitúa en el segundo decenio del siglo XX (aparecen unos rudimentarios automóviles), en el contexto de la revolución mexicana, que si bien ya fue un argumento tratado en películas como la magistral Viva Zapata, aquí lo que se recrea es un cine de corte digamos más aventurero, en el que hay menos introspección psicológica del personaje frente al epicentro narrativo que constituía la figura del líder revolucionario mexicano en la película de Elia Kazan. A pesar de que las luchas revolucionarias forman parte de su pasado, de alguna manera sobrevuela la Revolución en las mentes de dos de los protagonistas principales: Henry Rico Fardan (Lee Marvin) y Bill Dolworth (Burt Lancaster) combatientes, en su momento, al lado de Jesús Raza (Jack Palance), un lugarteniente de Pancho Villa. Pero ahora Fardan y Dolworth sólo son cazadores de fortuna a cuenta de un expoliador y rico hacendado, Joe Grant (Ralph Bellamy), quien les pagará una buena suma de oro por capturar a la ex esposa de éste, María (Claudia Cardinale), en poder de Raza, su antiguo compañero. Un rastreador Jake (Woody Strode) y un entrenador de caballos Ehrengard (Robert Ryan) les acompañarán en su incierto destino.

Woody Strode (izda) y Robert Ryan

La revolución mexicana, como justificación del sustrato argumental de este film, da pie a que se planteen en el mismo algunas grandes cuestiones acerca de la Revolución, sus herejías y sueños oníricos…a veces sin respuesta. Una de ellas se suscita cuando Dolworth-Lancaster le dice a Ehrengard-Ryan: “Tal vez siempre haya existido una sóla Revolución, la de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?”. Pero sin duda lo más granado del elemento discursivo “revolucionario” pasa por el enfrentamiento dialéctico (además del armado) que se produce al final del film entre Jack Palance (Jesús Raza) y Burt Lancaster. Mientras que Raza se aferra a una revolución fronteriza, utópica, necesaria, real…enarbolada a trancas y barrancas (“mis hombres murieron por la Revolución”afirma). Dolworth le replica: “¿La revolución? Cuando el tiroteo termina se entierra a los muertos y los políticos entran en acción; el resultado es siempre el mismo: una causa perdida”. La decepción del americano es evidente mientras que, por el contrario, en las palabras de Raza sigue habiendo un poso de nostalgia y de fe revolucionaria casi inconmovible: “La revolución, es como la más bella historia de amor, es una diosa….pero al final acaba siendo una mujerzuela, nunca ha sido pura, virtuosa…[…]pero sin un amor, sin una causa, no somos nada”, responde Raza, con un aire de vehemente melancolía. La revolución idealizada, imperfecta en su complejidad, como necesario símbolo de transformación social e instrumento de liberación, pero también como como una épica fragmentada, como una burocracia maniatada…que transita hasta el desencantamiento final.

Richard Brooks, que ya demostró buenas maneras en Semilla de Maldad (menos me entusiasmó en el a (bastantes) ratos somnífero folletín La Gata sobre el Tejado de Zinc) fue a la vez director y guionista de esta película, adaptando una novela de Frank O’RourkeA Mule for a Marquese– un señor, el novelista, que era algo así como el Marcial Lafuente Estefanía español (¿quién no se leyó alguno de sus libritos de pequeño?), pero menos prolífico, más denso y variado. Brooks plasmó para el cine una historia con singular talento y dinamismo,  describiendo con acierto el juego de contrastes y ambigüedad moral que envuelven a sus personajes, con un western a la altura de los mejores y más reverenciados del género; cine que muchas veces me ha resultado tedioso y maniqueo o superficial en el tratamiento que hacía de los indígenas americanos. Pero ahí radica el mérito de Los Profesionales, que sabe amalgamar con imaginación todas las características estéticas inherentes a este tipo de cine sin por ello caer en un enletecimiento narrativo o en los clichés sobados que abundan en este tipo de películas. Un entretenimiento con calidad, de los de verdad. La fotografía de Conrad Hall merece capítulo aparte y un sólo adjetivo: impresionante. La utilización del technicolor juega con los tonos rojizo-anaranjados del abrupto desierto mexicano, remarcando al detalle todos sus relieves en contraposición con un cielo luminoso y límpido, de sol intenso, que subraya con realismo el asfixiante calor tórrido en los rostros sudorosos de los cuatro “profesionales” y el de la bella Cardinale. La música de Maurice Jarre está conseguida y es el mejor complemento sonoro posible.

Claudia Cardinale

Ralph Bellamy

Jack Palance

Lee Marvin está perfecto y domina totalmente su personaje al igual que el mordaz y mujeriego Burt Lancaster. Entre ambos artistas, se produce un estimulante toma y daca cinematográfico. Lástima que no tengan igual presencia dos actores de lujo como Woody Strode y, sobre todo, el gran Robert Ryan (probablemente el más actor de los cuatro), algo desaprovechados en el global de la película, aunque sobrados de talento. El papel del subversivo guerrillero Raza recae en manos de Jack Palance, que parece como si ese personaje hubiera sido hecho a medida para él, moldeado con un realismo indiscutible. Y es que los rasgos faciales del amigo Palance ayudaban lo suyo para cualquier papel de villano (esa sonrisa asesina que aparece de forma casi permanente en su cara, no me hubiera gustado encontrarla de frente). Respecto de la italiana Claudia Cardinale, no se limita a ser un sugerente “objeto” sexual, sino que su sensual presencia se puede decir que está a la altura de sus compañeros de reparto. Ralph Bellamy redondea la película con la solvencia de un veterano actor curtido en mil batallas cinematográficas.

 

El ensueño de Gene Tierney

 

 

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GENE TIERNEY

 

No he sido muy partidario del género melodramático en el cine clásico (y menos en el contemporáneo), aunque reconozco que existen excelentes películas facturadas por otros tantos maestros en la época dorada de Hollywood (Frank Borzage, Douglas Sirk o este John M. Stahl) quienes plasmaron algunos de los mejores momentos cinematográficos de eso que se ha dado en llamar “séptimo arte”. Un cine (siempre me refiero al llamado “clásico”) que normalmente solía jugar con los dos términos que hacían honor al significado de la palabra melodrama (Melos-música, drama), sobre todo como un factor emocional para captar a una audiencia que era receptiva a plegarse sin fisuras a los “dramones” épicos, a historias de contenido aceradamente realista, a un romanticismo exacerbado de fácil lagrimeo. Melodramas a veces cursis y a veces tensos, a veces poéticos y también desesperantemente agónicos en los que no faltaban personajes un tanto ampulosos, sobreactuados y también previsibles. Actrices como Joan Crawford, fueron de las que mejor se desenvolvieron en este género (junto a Barbara Stanwyck), sobre todo en películas como Humoresque, donde la Crawford ejemplificaba un tipo de personaje decadente, ególatra, manipulador y destructivo. Pero no solamente se trataba de tirar del componente “sentimentaloide” o agreste del intérprete. También se solía detallar un trasfondo social donde las adversidades del día a día se multiplicaban y los personajes giraban en torno a situaciones de lo más común: el trabajo, la incertidumbre ante el futuro, inclusive la represión sexual era tratada abiertamente en películas como esa rareza fallida de John Huston llamada Reflejos de un Ojo Dorado, 1967 (Elizabeth Taylor-Marlon Brando) o, en fin, los miedos justificados, a veces irracionales, ante determinados acontecimientos imprevisibles.

 

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GENE TIERNEY EN UNA ESCENA DE «QUE EL CIELO LA JUZGUE»

 

Que el Cielo la juzgue (1945), es una acertada combinación de cine negro y de intenso melodrama con medido sabor folletinesco (como alguien dijo por ahí “es una película de cine negro en color”, aunque en mi opinión predomina más la condición melodramática). La cinta está sustentada en casi su totalidad por la fulgurante Gene Tierney, actriz de gran saber estar cinematográfico y lujosa presencia visual. Su papel de la sofisticada, celosa y atormentada psicótica Ellen Berent está resuelto de forma magistral, tanto que el resto de actores no es que sean unos convidados de piedra pero casi se difuminan en torno a la fastuosa y caleidoscópica Tierney. Se merecía por su actuación el Oscar de ese año, pero al final se lo llevó precisamente otra experta en melodramas, la antes mencionada Joan Crawford, por “Almas en Suplicio”.

La fascinación de este film estriba, aparte de en la deslumbrante aparición de Tierney, en que sabe contar una historia con una adecuada intensidad narrativa, nada artificial, y eso que este tipo de temáticas podían caer fácilmente en el tedio argumental. Que el Cielo la Juzgue está realizada parsimoniosamente, sí, pero nunca decae gracias a que los perfiles y meandros psicológicos de los personajes están subrayados con mucha inteligencia: la frialdad de la manipuladora y obsesiva Ellen Berent; el rutinario, abnegado y poco atrayente (todo hay que decirlo) marido maltratado de Ellen (Cornel Wilde, Richard Harland, en la ficción) o el resto de personajes secundarios en sus respectivos roles protagonistas, siempre bajo la atenta mirada de la seductoramente diabólica Berent. La excepcionalidad de una fotografía de Leon Shamroy, en un suntuoso technicolor (aquí sí se llevó el Oscar), realza no sólo -particularmente- la belleza de los ojos jade de Gene Tierney, sino que la ambientación de los exteriores, en particular, el lago, la casa-refugio, la vegetación o el desierto aparecen dibujados en tonos casi esmaltados, en una paleta cromática de insólita tersura visual.

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JEANNE CRAIN Y VINCENT PRICE

 

Si la otra fantasía visual (e interpretativa) de Gene Tierney es el eje gravitacional de este film, el resto de actores cumplen con creces, con una salvedad: Cornel Wilde, que se mete como puede en el papel de Richard Harland. Y no es que aquí esté especialmente fatal, pero el casi aborrecible Wilde siempre me pareció un paquete cinematográfico, olvidable en todos los sentidos o, lo que es lo mismo, en casi todos los géneros en los que participó. Y en esta película siempre te queda la sensación de ver a un tipo inexpresivo, que no está a la altura de las circunstancias y menos competir con la olímpica Gene Tierney. El resto está bien: la pelirroja modosita Jeanne Crain cumple con desenvoltura mientras que la aparición casi episódica del inmenso Vincent Price sólo brilla en las secuencias finales. Salvo una “incoherencia” narrativa que no me convenció, Que el Cielo la Juzgue es, definitivamente, una gran película de John M. Stahl.

El Asesino Anda Suelto: bagatela de perra gorda en los cincuenta

Budd Boetticher fue, en los años cincuenta, un especialista en rodar western de bajo presupuesto, para los que contó varias veces con su actor fetiche, el veterano y acartonado Randolph Scott, un imitador de John Wayne pero sin llegar al carisma del vaquero de Ford. En 1956, Boetticher decidió cambiar de registro y meterse en el género policíaco negro con un torpe y olvidable thriller llamado El Asesino Anda Suelto (The Killer is Loose). La verdad es que, se mire como se mire, no he podido sacar nada de masa cinematográfica a este film, cuya virtud más destacable es tener un título llamativo que oculta infinidad de lagunas narrativas y no responde, ni de lejos, a lo que uno esperaba de un drama policíaco donde suelen entrar en juego personalidades conflictivas, sociópatas peligrosos o mujeres  desesperadas.  Se nota que el artesano Boetticher no estaba en su medio natural y la cinta naufraga por todas partes. La historia da la sensación de ser más teatral (en origen era así) que cinematográfica, resultando una película sorprendentemente mala, a pesar de que la historia prometía una trama más que interesante. Pero desde el primer momento las cosas no funcionan y el trazado argumental no puede ser más previsible. La película está aquejada de una alarmante falta talento en la dirección, no vislumbrándose, tampoco, realismo compositivo alguno en los actores. 

Joseph Cotten y Rhonda Fleming

Había material, creo yo, para hacer algo más que un producto de un acabado fílmico tan pobretón y que de alguna manera trata de reinventar artificiosamente el género “noir”. Pero a este “Asesino” le falta precisamente ese componente reflexivo y pesimista de los “thrillers” oscuros americanos de la posguerra. Sus elementos sombríos, su irónica acidez, el fuego interior (y exterior) de sus femmes fatales o el inteligente moldeado psicológico de sus personajes más inicuos (gangsters, policías corruptos y otros esmerados rufianes), los cuales dotaban de una inusitada autenticidad aquel oclusivo submundo de impávida sordidez. Aquí, en cambio, Boetticher se las ha ingeniado para ofrecer una paupérrima imitación de aquél cine, tanto es así que a uno le han dado buenas ganas de salir pitando del sofá durante algunos momentos de la proyección .

Budd Boetticher

Se podía esperar, como contrapartida, algo más de tensión en el capítulo actores, pero como he dicho más arriba también naufragan en una película donde hay vías de agua por todas partes. Se contó con un actor de renombre (y garantía), el gran Joseph Cotten (El Tercer Hombre, Ciudadano Kane) para el papel del detective Sam Wagner, pero Cotten no da a su personaje la necesaria hondura; está cogido por los pelos y con pinzas de plastilina. Ni él mismo se cree al prosaico y rutinario policía Wagner, persiguiendo a un aborrecible (y no sólo por su caracterización como el “malo” de la peli) Wendell Corey, que interpreta al vengativo Leon “Foggy” Poole,  un tipo que da tanta grima que sólo piensas a ver cuando le dan matarile con la mayor de las urgencias. Está lejísimos de otros “malvados” que actuaron en películas con formato de serie B, donde incluso algún director hacía una utilización subversiva, solapada, de buscar cierta empatía del villano con el espectador (por ejemplo, en la intensa He Walked by Night, de Anthony Mann, director que no figuraba en los títulos de crédito pero que fue, por así decir, su  autor «intelectual» y material). La pulcra pero sosa Rhonda Fleming, la mujer del detective Wagner, hace de perseguida por el tontalán Poole, pero la verdad es que luce poquito y su presencia no termina de levantar la película. Ni siquiera la fotografía de Lucien Ballard aporta algo positivo, que no sea subrayar la mediocridad y pesadez de este film. Olvidando, que es gerundio.

Detour, desvío a ninguna parte

 

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Detour (1945) es uno de esos iconos del cine negro de serie B que tanto se prodigó en los años cuarenta y cincuenta. Un cine de culto, al menos aquí en Europa, que se facturó poniendo sobre la mesa cuatro perras gordas, unos cuantos días de rodaje (dicen que no duró más de seis en Detour, aunque otros señalan que completó el mes) y un puñado de actores desconocidos o de segunda fila. Presupuesto pequeño equivalía a pocos medios y a veces, aunque no necesariamente, a un déficit de creatividad. A cambio, se solía poner mucho empeño, entrega sin reservas y animosidad en el proyecto, aunque no en todos los casos. En Detour anduvieron tan justos de dólares que circula una versión acerca de que el director Edgar G. Ulmer tuvo que prescindir de media hora más de presumible metraje, debido a la falta de presupuesto.

En cualquier caso, Detour ha sido considerada siempre un clásico del film noir por su sobriedad minimalista y su atmósfera melancólica, en la que nos muestra la vulnerabilidad de su personaje principal Al Roberts (Tom Neal), un pianista de poco fuste que se deja ver por los tugurios de Nueva York, pero que va a ser víctima de su propio destino; un perdedor de póker con las cartas marcadas condenado de antemano a su mala suerte o, simplemente, será el resultado de su propia torpeza. Un viaje a Los Angeles para encontrarse con su novia quedará frustrado y en su lugar Roberts efectuará un trayecto a ninguna parte de la mano de dos personajes singulares: primero con Charles Haskell Jr. (Edmund MacDonald), un tipo más bien anodino que anda sobrado de pasta, y más tarde con Vera (Ann Savage), una chantajista manipuladora de una frialdad que parece trazada con tiralíneas, tanto que su personaje se erige, por derecho propio, en una femme fatale del género.

La iconografía visual de Detour utiliza, si acaso más acentuadamente que en otras películas de la misma temática, una fotografía (a cargo de Benjamin Kline) de tonalidades sombrías, con una iluminación inquietante (en las escenas nocturnas y, particularmente, en el final) como si, de algún modo, se intentase incidir aún más en el universo de pesadilla y debilidad en que se mueve continuamente su protagonista (Tom Neal). La cinta juega permanentemente con ese factor opresivo y claustrofóbico, inclusive en las secuencias que transcurren de día, viajando ambos protagonistas por la carretera.

 

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ANN SAVAGE Y TOM NEAL

 

La “problemática”, si así puede llamarse, que encuentro en esta película es la omnipresente aparición de la voz en off del protagonista, que puede resultar un procedimiento que dé consistencia  al argumento del film, pero también puede producir cansancio al espectador, además de resultar un utilitarismo narrativo que llega a comprometer el ritmo y la estructura de la historia, asfixiando su contenido. Aquí, en concreto, este tipo de imaginario cinematográfico no ha terminado de convencerme y tampoco la historia en sí me ha resultado estimulante, sin llegar a decepcionarme totalmente.

Y es que reconociendo algunos méritos a Detour, en esta película falta algo más de movilidad narrativa y también un plus de mayor credibilidad en la parte actoral (insípido y poco variado Tom Neal, aceptablemente malévola Ann Savage), en definitiva, un mayor repertorio de recursos expresivos. Pero tampoco había mucho donde escoger y a Ulmer no le salió tan mal la jugada, a pesar de todo, dados los mimbres que tenía a su disposición. Mi duda sigue siendo si este Detour no estará sobrevalorado en exceso como hipotética joya B del cine negro. Yo creo que sí.

Hermanos Marx envasados al vacío

Love Happy (Amor en Conserva, –fiel traducción, como puede verse, del original-, 1949) fue la última película, como tal, de los geniales Hermanos Marx. Subrayo lo de última porque más tarde (1957) Groucho, Harpo y Chico participaron (finalmente y por separado) en un pastiche bastante tosco llamado La Historia de la Humanidad, película que es conocida, casi en exclusiva, por contar en su reparto con leyendas del cine clásico como Ronald Colman, Hedy Lamarr, Virginia Mayo o Vincent Price.

La verdad es que este Amor en Conserva, dirigida por un rutinario David Miller, no fue una buena despedida sino, más bien al contrario, una salida por la puerta de atrás y haciendo excesivo ruido por parte de los hermanísimos. Me ha parecido una película apremiantemente aburrida, nada que ver con las  hilarantes recreaciones marxianas de los años treinta, la época más fructífera de los Marx Brothers (Hermanos Marx en la Ópera, Hermanos Marx en el Oeste, Un día en las Carreras..). Amor en Conserva está carente de la gracia que casi siempre poseyó el trío de judíos (me olvido de Zeppo, porque éste estuvo más bien de prestado) y realizada a menor gloria de unos vetustos y finiquitados Hermanos Marx.

A pesar de ser una comedia con todos los ingredientes para ligar un buen enredo y resultar entretenida, el humor…la espontaneidad…han brillado por su ausencia, abundando el trazo grueso y los sketches forzados, como queriendo cubrir el expediente sólo con la gloria y el nombre de los Marx. Se olvidaron (en el guión) de los destellos de agudeza que cabían en las películas de años atrás y nos dejaron en su lugar unos cómicos histriónicos, cargantes y fuera de lugar, tanto que el otrora genial Groucho me ha resultado un señor de lo más cansino y artificioso. Por no hablar del recurrente coñazo de tener que ver (y oír) las incuestionables habilidades musicales del dúo Harpo-Chico con sus instrumentos favoritos (arpa-piano). Es algo que nunca llevé bien en casi todas sus películas. Lo que ocurre es que el ingenio desplegado por los Marx, en particular, su cabeza parlante (Groucho) hacía que me olvidase de este y otros rellenos musicales.

Con unos Hermanos Marx en la recta final y el formato más que agotado, sólo cabía esperar que la publicitada, a bombo y platillo, aparición estelar de Marilyn Monroe diera un poco más de jugo y descaro a la cinta. Pero la sensual y bellísima Norma Jean Baker aparece fugazmente, casi sin enterarnos y metida con calzador y medio siendo, a pesar de su breve aparición, lo mejor del film, con todos los respetos. En fin, ni siquiera  la presencia de la inefable y estupenda compañera de fatigas de Groucho, Margaret Dumont,  hubiera salvado los muebles en esta lata de película. 

Agente Confidencial: un republicano español visto desde Hollywood

            Charles Boyer y Lauren Bacall en Agente Confidencial (1945)

Esta  adaptación cinematográfica de la novela de Graham Greene me ha gustado sobremanera, aunque debiera haberme engatusado aún más a tenor de la estupenda trama plasmada por el novelista británico en su libro, si no fuera porque este Agente Confidencial (1945) da la sensación, a veces, de estar lastrado por una dirección algo ineficiente, anémica,  poco decidida…a cargo del que fue episódico director Herman Shumlin, un advenedizo que filmó…..dos películas en sus ochenta años de vida. Pero vamos a ver, tampoco lo hizo mal del todo; es una película muy apreciable, por momentos excelente y de la que emana un claro alegato antifascista contra la España de Franco. El pretexto de Greene, para dibujar la intriga de su novela, fue la Guerra Civil española y un protagonista: el músico Luis Denard, que es enviado por los republicanos a Inglaterra como agente especial. El objeto de la misión de Denard era negociar la ruptura de un acuerdo con el que los sublevados del bando nacional habían llegado con unos magnates ingleses del carbón.  Si se truncaba ese contrato, sería un paso decisivo para dar un giro copernicano a la guerra. Algo (esto último) que nunca se produjo, con carbón y sin él, lamentablemente. Existía un precedente, de cierta  importancia cinematográfica -sobre el papel-, donde se utilizó la contienda española como leit motiv para contar una historia con sabor hollywoodense (Por Quien Doblan las Campanas, 1943), pero la película del versátil y chivato macarthista Sam Wood me parece un tostón melodramático del que he prescindido por la vía de urgencia (aquí la baza del dúo Gary Cooper-Ingrid Bergman no es suficiente). Creo que Ernest Hemingway estaba más bebido de la cuenta cuando intentó reflejar en su novela a una Bergman como arquetipo de mujer española.

                                              Peter Lorre

El guión dramático de Robert Buckner en Agente Confidencial está, a pesar de la cojera del mencionado Shumlin, bien articulado y es difícil no sustraerse a las composiciones acrisoladas de sus personajes, su sutil mundo interior. En particular, de unos protagonistas secundarios cuya vida transcurre en una fonda inglesa de mala muerte; individuos cuya personalidad oscila entre lo excéntrico y lo sombrío. Lógicamente, hay que dar las bendiciones oportunas a actores como la soberbia Katina Paxinou o al siempre certero Peter Lorre (nunca me ha decepcionado este artista), dos villanos de la mejor ley, aunque al final Lorre se acabe achantando. Asímismo, una adolescente Wanda Hendrix describe aplicadamente la fragilidad y ternura de su personaje, siempre a merced de la perversa y conspiradora Meléndez (Katina Paxinou). No deben de quedar fuera de los elogios otros secundarios, como el meritorio Victor Francen (haciendo de cínico falangista, jefe de los agentes dobles españoles Meléndez y Contreras -Lorre-), ni tampoco un habitual que trabajó con Humphrey Bogart en unas cuantas películas, el orondo, irónico y camaleónico Dan Seymour. La fotografía del chino-americano James Wong Howe realza el suspense con una acentuación de los claroscuros, tanto en las escenas del hotel como en las calles londinenses.

                           Charles Boyer y Wanda Hendrix

No hubo, precisamente, una cascada de elogios por parte de la crítica anglosajona hacia la actuación de Lauren Bacall, caracterizada como Rose Cullen, una refinada aristócrata inglesa (mientras que ella era una americana de rotundo acento neoyorkino, algo que no aceptaron sus ocasionales detractores). Uno, que está en las antípodas del pensamiento simplista de los yankees, le sigue pareciendo absurdo. Por hacer alguna analogía, el papel que hizo Viggo Mortensen en el bodrio Alatriste, con acentazo argentino, podría ser un referente más o menos válido. Era la segunda intervención de Bacall en la gran pantalla después de Tener y No Tener…y le hicieron, injustamente, añicos, en particular el crítico del New York Times Bosley Crowther, que en 1945 tildó de “fiasco” su personaje. Aunque, todo hay que decirlo, ella misma tampoco se puso muy fina, que digamos («To cast me as an aristocratic English girl was more than a stretch. It was dementia.», que se traduce más o menos como “el hecho de elegir un papel para hacer de aristocrática chica inglesa fue, más que un trabajo exigente, algo demencial”, nos dijo años después la mujer de Bogart). 

Pero Lauren Bacall tenía entonces veinte años, que se dice pronto…y ya era una fuera de serie, un talento que abrumaba.  Y sale bien airosa de su papel, pese a los “grandes inconvenientes” de esos tics localistas e idiomáticos gracias, sobre todo, a ese magnetismo e inteligencia innata que ella sabía imprimir a sus personajes. A Charles Boyer, como el agente Luis Denard, hay que darle jabón merecidamente, al contrario que en la fallida Arco del Triunfo, como gran intérprete, recreando su suerte de convencido y convincente idealista (la arenga solidaria a los mineros del pequeño pueblo de Benditch) con temple, por la autenticidad de su personaje, matizado y resolutivo. Agente Confidencial no es Casablanca, El Sueño Eterno o El Halcón Maltés pero está a la altura de otras de similar textura narrativa como pueda ser, por ejemplo, el Clandestino y Caballero de Fritz Lang. Sin duda merece la etiqueta film noir con todos los pronunciamientos favorables. Y lo que es más importante, el propio Graham Greene confirmó que esta era la mejor adaptación al cine que habían hecho de todas sus novelas (incluida El Tercer Hombre). Por algo lo dijo.

Muerte en Venecia, ese monumento al tedio viscontiniano

Luchino Visconti

Estaba muy aburridete la tarde de este domingo y no he hecho mejor cosa que aburrirme todavía más (masoquista que es uno) echando un vistazo a una peli que ha llevado a cuestas el membrete de mito cinematográfico viscontiniano. Pensaba que podía cambiar de criterio sobre la misma (un poco para dar la razón a nuestro amigo plared que la puso en el altar mayor de su distinguido blog) después de haberme resultado un coñazo insuperable hace ya muchos años. Pero no ha podido ser. Antes de cortar en pedacitos esta pretenciosidad de Visconti, voy a hacer una especie de breve recordatorio previo sobre un tipo de cine que tuvo una aureola mítica allá por los setenta, concretamente, aquellos ciclos que se dieron en llamar “de arte y ensayo”. Entonces, el que suscribe, todavía era muy joven (casi crío) y tuvo conocimiento de ese cine a través de unos pequeños cartelillos que se dejaban ver por los bares y otros antros al uso en el que se anunciaban películas un tanto “originales”, por las que sentía una mezcla de fascinación y curiosidad a partes iguales. En definitiva, cine que se podía considerar un “rara avis” cinematográfico, no programable en los circuítos comerciales convencionales y cuya proyección se destinaba a pequeñas y marginales salas habilitadas en los cines de barrio. Truffaut, Antonioni, Godard, Chabrol, Bergman, Bertolucci, Visconti o Pasolini eran consumidos con fruición por la “intelligentsia” progre de pana y chirucas de la época. Y es que en la juventud eras un punto más militante y abierto a nuevas experiencias cinéfilas o, al menos, en aquel laberinto oscuro del pre y post-franquismo, estabas más dispuesto a tragarte cualquier bagatela con marchamo de ladrillo existencialista. Era algo así como una suerte de antídoto intelectual contra la habitual bazofia y chabacanería del cine “landista” español (y asimilados) que se solía proyectar por entonces.

Pero vayamos al meollo de esta Muerte en Venecia. Lo tengo bien clarito: el bueno de Luchino Visconti le hizo un flaco favor a otro grande, en este caso de la literatura (Thomas Mann, del que todavía recuerdo con agrado su novela Los Buddenbrook para la TV, una serie de calidad), tanto, que el italiano se hizo un lío de proporciones siderales, con una adaptación cinematográfica excesiva, eterna, tremendamente ampulosa, mal armada y saturada de discontinuidades narrativas, planos en zoom que llegan a la saturación y secuencias chirriantes. Los diálogos entre el frustrado compositor (cogido entre alfileres por un anodino Dirk Bogarde, actor más bien teatral y poco elocuente para la gran pantalla) y su delicado efebo (el guapito de 15 años Björn Andrésen) son pueriles y afectados. Una homosexualidad de postal. La dirección de Visconti es errática, no está a la altura que se presume de este director. ¿Le llaman a esto apoteosis de la belleza…o del amaneramiento?. Por otro lado, y aunque resulte una cuestión de segundo orden…que esta Muerte en Venecia lleve el adorno musical del Adagietto de la Quinta sinfonía del insoportablemente letal Gustav Mahler, no hace otra cosa que irle como anillo al dedo, ya que este compositor, encumbrado hasta la náusea en los últimos 30 años (lo siento por el admirable director de orquesta italiano Claudio Abbado, gran especialista en su obra), es para mí, globalmente, una adormidera de campeonato, cuando no me provoca cierta incomodidad sonora algunas de sus eternas y henchidas sinfonías. Digamos que, dentro de la obra de este compositor, su Novena sinfonía es la que encuentro más “unitaria”, en términos musicales. No voy a decir, retomando a esta Muerte en Venecia viscontiniana, que ha sido “la película más ridícula de la historia” como ha sentenciado el crítico C. Boyero…pero sí resulta un fiasco y de los buenos del director italiano, que se queda muy lejos, a años luz, de sus dos obras maestras: El Gatopardo y el realismo más descarnado de Rocco y sus Hermanos.